martes, 3 de mayo de 2011

ESTA SOY YO, TAMBIÉN.

Suelo tener un rostro más amistoso que éste, pero no me pidan peras si ando olmo. Estamos en pleno trabajo para sacar adelante nuestro libro. Javiera dibujando como desquiciada y yo con las gestiones restantes, lo que no es poco. Ello no sería problema, si no fuera que el 80% de lo que debo hacer está constituido por tareas que me resultan especialmente áridas. Ese es mi demonio. Y bueno, nada que hacer, cada cual tiene el suyo y se las tiene que ver con él. Para combatirlo, nada mejor que nombrarlo. Claro que dar con su nombre no es fácil. A mi me tomó tiempo encontrar el nombre de mi demonio. Le puse Sísifo, para recordar su infernal castigo.

En la mitología griega se cuenta que Sísifo fue condenado por la eternidad a empujar cada día una piedra enorme por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima, la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio. El mito retrata magistralmente el trabajo absurdo. Y así me pasa a veces: sentir que mi esfuerzo no tiene sentido. Entonces debo hacer acopio de mis fuerzas. Por lo pronto, descansar. He comprobado muchísimas veces que la fatiga es mala consejera. Por eso si llego a un punto de agobio, me voy a dormir.

Así decidí hacerlo hace unos días. Estaba atorada por intentar cuadrar los ingresos y egresos de nuestro presupuesto, aburrida de pasarme dos horas en una cola para hacer un vale vista y otras tantas para firmar un comodato de arriendo para el lugar del lanzamiento. A lo anterior se sumó el soberano plantón en el Servicio de Impuestos Internos para tratar de entender, entre cientos de personas que hablaban, lo que me explicaba un funcionario impaciente. Y de cerecita del postre nos bancamos con Javiera una reunión que citó la gente del Fondart para todos los que habíamos recibido financiamiento para nuestros proyectos. Enterarme dos meses después, de todos los trámites que debería haber hecho –y que no hice- porque nadie me informó oportunamente, me hizo sentir como si me hubieran apaleado. La Javi, estoica como siempre, me dijo que no me preocupara, que todo iba a salir bien. Yo apenas la escuché, concentrada como estaba en no dar el espectáculo de vomitar ahí mismo. Sí, nada que hacer. Me sentí desfallecer. Y claro, mi demonio estaba de fiesta porque en algún punto balbuceé un “¿Vale la pena todo esto?”.

Y fue esa misma perversa preguntita, la que me hizo dar un respingo. No –me dije-, mi demonio no me la va a ganar así no más. Mi cama. Mi único objetivo era mi cama-tabla-de-salvación. Así es que llegué a mi casa decidida a no pensar más en lo que me amargaba y fui a cambiarme los zapatos, que es literalmente el primer paso para aliviarme. Busqué mis pantuflas regalonas de suela 100% tolueno (la mitad de la humanidad las considerará una ordinariez, pero a mi me encantan). Descubrí entonces que a una le faltaba un pompon, el que luego encontré haciendo las veces de chicle en el hocico de mi perra que, hay que decir, masticaba feliz. Y claro, me reí. Luego mis niños (otro par de cachorros) me saltaron encima. Mi hijo me mostró la nueva llave de yudo que aprendió, de la cual sólo pude zafarme diez minutos después. Mi hija me enseñó la coreografía que aprendió en sus clases de danza y que, por supuesto, me fue imposible reproducir. Antes de acostarme, revisé mis correos y ahí estaban los bocetos de Javiera, tan lindos y divertidos. Y tan vivos, que fueron el empujoncito que necesitaba para que los malos ratos padecidos, se diluyeran y me parecieran apenas un mal sueño.

En resumen, logré sacudirme el pesado manto que me hundía y que mi demonio había puesto sobre mis hombros, mientras me susurraba a cada momento ríndete, nada vale la pena. Antes de dormirme, abrí el libro que estoy leyendo y ahí Daniel Pennac, como si me hubiera estado esperando, decía “El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupos porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. La lectura es una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra y a la que ninguna compañía distinta podría reemplazar. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino, pero teje una retícula apretada de complicidades entre la vida y él. Ínfimas y secretas complicidades que hablan de la necesidad paradójica de vivir, al tiempo que iluminan el absurdo trágico de la vida”. Sí, definitivamente no empujo una piedra, como mi diablo me quiere hacer creer. Empujo un libro. Y vale la pena hacerlo.