miércoles, 27 de julio de 2011

DISCURSO LANZAMIENTO CHIN Y CHUN Y EL SEÑOR NO

 Quisiera, primero que nada, agradecerles su presencia aquí. Cada uno de ustedes es parte fundamental de este proyecto que hemos materializado Javiera y yo, pues los destinatarios de este libro son ustedes: todos los niños y niñas, y los que algún día lo fueron y no lo han olvidado.
También quisiera dar las gracias a todas las personas que nos acompañaron en este proceso, ayudándonos de variados modos. Bien alentándonos frente a las dificultades y dándonos sabios consejos o siendo los primeros en celebrar un avance. Y es que nada es más reconfortante que la alegría.
Y de alegría es que hemos querido impregnar nuestro libro. No pretendemos con él aleccionar a los niños en ninguna materia. Ellos ya tienen bastante cada día con los padres y profesores instruyéndoles en distintos temas, desde cómo hacer una suma hasta no hablar con la boca llena. Con nuestro libro hemos querido poner al alcance de los niños un objeto que, lo que dure su lectura, les permita hacer un “paseo” que los divierta y los haga reflexionar. Nada más.
Y como deseamos que sean muchos los niños y niñas que puedan vivir esta experiencia, además de la red de distribución en librerías y tiendas a lo largo del país en donde nuestro libro se venderá y buscando que el no poder adquirirlo no sea una barrera, hemos dispuesto, dado nuestro interés, compromiso y amor por la lectura, facilitar el acceso gratuito a otros niños y niñas mediante la donación de, además de los 500 ejemplares destinados al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes y su red de bibliotecas adscritas y no adscritas a la DIBAM, la entrega de 63 ejemplares a las bibliotecas Bibliometro, en sus 21 sucursales en Santiago, 20 ejemplares a BibliotecaViva en sus 10 sedes a lo largo del país y 5 ejemplares a esta, la Biblioteca de Santiago.

De otra parte, quisiera recodar a todos los adultos que buscamos incentivar el amor por los libros en nuestros niños y niñas, que la lectura es un proceso gradual y muy personal. Por ello, quisiera mencionar algunos de los Derechos de los Niños Lectores. Esta es una síntesis personal a partir del documento “Hacia unos derechos de los niños lectores” de Francisco Hinojosa y “Derechos de los niños a escuchar cuentos” de la Asociación colombiana del libro infantiles. Dice así:
ü  Todo niño, sin distinción de raza, idioma o religión, tiene derecho a escuchar los más hermosos cuentos, especialmente aquellos que estimulen su imaginación y su capacidad crítica.
ü  Todo niño tiene pleno derecho a exigir que sus padres le cuenten
cuentos a cualquier hora del día. Aquellos padres que sean sorprendidos
negándose a contar un cuento a un niño, no sólo incurren en un grave delito
de omisión culposa, sino que se están autocondenando a que sus hijos jamás
vuelvan a pedir otro cuento.
ü  Todo niño que por una u otra razón no tenga a nadie que le cuente
cuentos, tiene absoluto derecho a pedir al adulto de su preferencia que se
los cuente, siempre y cuando éste demuestre que lo hace con amor y ternura,
que es como se cuentan los cuentos.
ü  El niño tiene derecho a inventar y contar sus propios cuentos, así
como modificar los ya existentes creando su propia versión.
ü  El niño tiene derecho a exigir cuentos nuevos. Los adultos están en
la obligación de nutrirse permanentemente de nuevos relatos, propios o no,
con o sin reyes, largos o cortos. Lo único obligatorio es que éstos sean
hermosos e interesantes.
ü  El niño siempre tiene derecho a pedir otro cuento y a pedir que le
cuenten un millón de veces el mismo cuento.
ü  Todo niño tiene derecho a ser el real dueño de su libro (como debería serlo de su muñeca o de su bicicleta) y podrá hacer con él lo que quiera: las manchas de mermelada, los dibujos o coloreados que haga sobre sus páginas no le restarán nada a las historias: el embalaje, averiado, personalizado y propio, ganará en congruencia: mi libro no es el libro de mi mamá.
ü  Todo niño tiene derecho a leer sin prelecturas. Si bien un libro pudo haber sido escrito sin ninguna intención didáctica, los padres o maestros suelen encontrar en ellos una o varias enseñanzas. Y al terminar la lectura de un cuento preguntan inevitablemente: ¿cuál es la moraleja? Una vez encontrada (hay maestros capaces de hallar una enseñanza moral en una receta de cocina), releen la historia bajo la óptica de “la lección que ha querido trasmitirnos su autor”. Para ellos, el escritor está más emparentado con la enseñanza que con la creación. Por lo tanto todo se reduce a un truco malévolo: los cuentos son lo de menos, lo que importa es el mensaje. Por favor, no caer en este error.
ü  Todo niño tiene derecho a NO traducir los cuentos en actividades.
El único fin que persigue un cuento, un cuento literario, valga la redundancia, es el disfrute que de él tenga el lector. Nada más. Se ve muchas veces en las escuelas a niños lectores, buenos lectores, fastidiados por tener que escribir o dibujar a propósito de lo leído. A veces sólo quieren releer o conocer otro cuento semejante. La labor fundamental de un educador o un padre ante el niño, en relación con la lectura, quizás sea la de hacerle de celestino: los presento: él es Felipe, ella es Sofía y este es Chin y Chun y El Señor No. Los dejo solos. Allá ustedes si se entienden.
Por último, quisiera terminar estas palabras abordando la que quizás debería haber sido la primera pregunta ¿Qué nos motivó a hacer este libro? La respuesta es que queríamos conversar con ustedes. Y es que un libro, aunque no lo parezca a primera vista, es una conversación que tiene lugar mientras se van dando vueltas las páginas.
Esta conversación, por lo demás, puede resultar entretenida, fascinante, aburrida, inquietante, tediosa o conmovedora. Yo he tenido la suerte -que espero todos hayan tenido alguna vez- de tener, al leer un libro, conversaciones que me cambiaron la vida. A este respecto, quisiera pedirles algo para ejemplificar lo que digo. ¿Podrían levantar la mano las personas que conocen un Cronopio? Yo no fui la misma desde que leí el libro donde Julio Cortázar los menciona. De hecho, a quienes no conocen los Cronopios, puedo decires que hay un pedacito del mundo real que se han perdido. Pues entre tantos misterios, la literatura posee la capacidad de valerse de la ficción para iluminar nuestra realidad cotidiana. Como tan bien dice Juan José Millás, “La palabra es en cierto modo un órgano de la visión. Cuando vamos al campo, si somos muy ignorantes en asuntos de la naturaleza, sólo vemos árboles. Pero cuando nos acompaña un entendido, vemos, además de árboles, sauces, pinos, olmos, abedules, nogales, castaños, etcétera. Un mundo sin palabras no nos volvería mudos, sino ciegos; sería un mundo opaco, turbio, oscuro, un mundo gris, sombrío, envuelto en una niebla permanente. Cada vez que desaparece una palabra, como cada vez que desaparece una especie animal, la realidad se empobrece, se encoge, se arruga, se avejenta. Por el contrario, cada vez que conquistamos una nueva palabra, la realidad se estira, el horizonte se amplía, nuestra capacidad intelectual se multiplica”
 
Muchas gracias








lunes, 20 de junio de 2011

Y AHORA ¿QUIÉN PODRÁ DEFENDERME? SÍ: WISIN Y YANDEL!

Una de las cosas que se me ha hecho más difícil en este tiempo dedicado a la creación literaria, es tener la serenidad para respetar los tiempos y pasos que le son propios. Yo tengo mi particular modo de inspiración y trabajo, que básicamente consiste en caóticos períodos de arrebato creativo que me dejan exhausta a lo que le sigue una etapa de vacío que me angustia hasta las orejas. Con este aspecto ya estaba más o menos acostumbrada (en rigor, es más exacto decir resignada).

Pero en este último tiempo de mi trabajo con Javiera en nuestro libro infantil ilustrado, he debido aprender mucho…de futbol. Le debo muchas cosas a un amigo entrañable, en particular su mirada futbolística de la vida. Gracias a él, he aprendido a tener algo que podría asimilarse a la confianza de un jugador de futbol que sabe que un partido no se termina hasta… que se termina.

Parece una obviedad. Lo sé. Pero para las personas como yo, depender de otros para el logro de un objetivo, suele desgastarme una enormidad.  Por momentos creí que no podría seguirle el ritmo a nuestra supervisora de proyecto, a la misma Javi, o a nuestra editora. Y de sólo pensarlo, me enredaba entera para cumplir con los requisitos para hacer un informe financiero, preparar un lanzamiento, hacer las gestiones de promoción o tratar con la imprenta. Pero para mi sorpresa, voy pudiendo y , sobretodo, a pesar de los pitazos, el cansancio, los errores, las dudas y las discutibles intervenciones del “árbitro”. Al respecto, una anécdota pa´que se rían: la semana pasada me la pasé persiguiendo por mail y teléfono a nuestra supervisora de proyecto. Necesitaba que me aclarara a qué atenerme respecto de una fecha clave de rendición de informes de actividades y platas. Había mandado una consulta formal al Consejo del Libro –para los que no sepan, hay que respaldar hasta los suspiros- y me llegaron dos respuestas (¡!). Cuando logré dar con ella y le pedí aclaración, me dijo que el error se debía posiblemente a mí (¡¿?!) ya que habían llegado dos cartas, cosa por lo demás curiosísima porque yo sólo mandé una!

También he debido hacer frente a imprevistos, hechos inesperados que te asaltan justo cuando queda a tu alcance la pelota, solita rebotando frente al arco,  y que bastaba un leve puntapié para que hicieras tremendo gol. Así estaba yo el miércoles, camino a una reunión con alguien de un medio impreso que, si le caía yo en gracia, podría darnos un espacio de publicidad para promover nuestro libro. Iba feliz, lista y preparada. Contaba con una hora (más que suficiente) para llegar de La Reina a Providencia. Arranqué por la izquierda a toda velocidad y tomé justo a tiempo la micro 429, que se va por Tobalaba. Cuando llegamos a la intersección de Tobalaba con 11 de Septiembre, yo iba reflexionando en la curiosa ley patafísica que rige las excepciones (como ven, me ocupo de cosas realmente importantes) y, claro, seguí de largo. Pero no me alarmé, pues todavía estaba a tiempo de llegar a mi reunión aunque caminara un poco más. Así es que, tralalí, tralalá, me paré al lado de la baranda donde está el timbre para bajarme en la próxima parada. Pero, como dicen en los cuentos, cuál no sería mi sorpresa cuando el ogro que manejaba me dijo a grito pelado que dejara de tocar el timbre porque la próxima parada estaba…en El Salto (¡!!!!!) ¿Se dan cuenta? Estábamos en una luz roja, yo todavía podía ver el letrero del metro Tobalaba y el chofer me decía que sólo podía bajarme en Recoleta.

Sí, exactamente: casi me desmayo. Estaba pálida como papel y por más que le pedí al tipo que entendiera mi error, que en ninguna parte avisan el último paradero de providencia, que no lo sabía porque no suelo usar esa micro, la cara del chofer seguía dura como pata crúa. Tampoco le importó que contara con el apoyo de la gente que le empezó a chiflar y reclamar (yo creo que conmovidos por mi cara y comportamiento de Carmela). “Vai a tener que esperar no mah”, fue la amable respuesta de Sherk. “Ah, y déjate de tocar el timbre!”, agregó con voz melodiosa.

Quedé estupefacta. Después me vino la furia (entonces y ahora, vaya un saludo a los creadores del Transantiago) y desee con todas mis fuerzas dejar aturdido al chofer con un cabezazo a lo Zidane. Evaluando mis reales posibilidades al respecto y sobre todo que no tengo interés en dejar huérfanos a mis hijos, opté por resignarme. Además, no estaba dispuesta a que el chofer me tratara mal, así es que saqué mi celular para llamar y cancelar mi cita. Estaba en eso cuando el timbre volvió a sonar (casi me meo). El chofer me miró con odio y cuando iba a abrir la boca para insultarme, del fondo de la micro se escucha un estereofónico “Abre la puerta, hueón”, que nos dejó a todos mudos, incluido el chofer. Doy vuelta la cara y no era el Chapulín Colorado. ¡Eran Wisin y Yandel! Para los que no los conocen, puedo dar fe que yo veía con estos ojitos que tengo, a dos macizos muchachos con la misma pinta de los famosos reguetoneros (guapísimos, por lo demás). Y claro, ante ese par de sólidas razones, el chofer no se demoró un segundo en abrir la puerta. Ni sé cómo me bajé. En la vereda, yo sólo tiritaba con el susto de imaginarme la que podría haber sido una batalla campal. Wisin y Yandel partieron caminando muertos de la risa y se despidieron de mí con el pulgar levantado (me despedí, igual).

Evidentemente, llegué a mi reunión atrasada y –menos esperable- con un ataque de risa que malamente pude controlar. Yo creo que a mi interlocutor le pareció que yo era una descerebrada. Veremos. Pero la verdad, no me importa. Si no es por aquí, será por allá. Demasiadas veces he visto que las cosas dan un vuelco, que quienes se suponía nos ayudarían, no lo hacen y de quien menos esperamos apoyo, mueven montañas por nosotras. Por eso si esta posibilidad no resulta, es solo un hecho del camino, sólo un par de minutos de los 90 de este partido. En fin, lo que realmente importa y que a mí me tiene satisfecha de este último tiempo es que he descubierto que puedo tener nervios de acero –pueden entrenarse, vaya sorpresa- y con Javiera vamos en el segundo tiempo con marcador a favor: las bellas ilustraciones ya están siendo trabajadas por nuestra editora y en cuestión de días, entrarán a imprenta. Así es que ya no me desanimo frente a las dificultades. Está visto que queda mucho por jugar (en este proyecto, en la vida) antes de que suene el pitazo final. 

viernes, 10 de junio de 2011

DIVAGACIONES

Queridos lectores,

Dado que algunos de ustedes me han reclamado por tanto silencio y como mi explicación “No tengo nada nuevo que contar del libro. Por fortuna va avanzando sin tropiezos, nada más” les ha entrado por una oreja y salido por la otra (67% de los consultantes) o ha generado respuestas del tipo “dejáte de boludeces, nena, es imposible que no tengas algo que contar” (33 por ciento, conformando el grupo de los indignados) procedo pues, a dar curso al más puro desvarío respecto de cosas que me tienen con burbujas en las neuronas y que, advierto a los lectores sensatos y normales, no tienen nada que ver con el librito que estoy haciendo con Javiera (cuyas últimas actualizaciones y adorables “monitos” pueden ver en http://www.flickr.com/photos/choicita/5812505013/in/set-72157626568761245/)

Por lo tanto y como corresponde a tan bizarro post, inicio mi comentario con el preciso y certero “a propósito de alcachofa”: Es sabido que un médico o ingeniero (cualquier profesional, a fin de cuentas) debe mantenerse actualizado, ¿cierto? Entiéndase, leer revistas especializadas, asistir a congresos y un largo etcétera de actividades que tienen que ver con reunirse con sus pares y compartir experiencias y saberes, innovaciones y descubrimientos. Pues bien, yo he tratado de hacer lo mismo. Y la verdad, a la vuelta de tanta de tanta vuelta, he debido usar fuerzas extraordinarias para no terminar convertida en una terrorista; he debido agarrarme de las mechas para no ir y ponerles una bomba, en dos de cada tres de mis excursiones.  ¡Qué exagerada!, dirá más de uno. Y puede que sea cierto. Yo prefiero decir que me resulta intolerable el abuso, en cualquiera de sus formas, en cualquiera de sus disfraces.

Botones de muestra: asistí a un taller de un renombrado escritor en una renombrada universidad. El personaje además de escribir muy bien (soy una fanática de su estilo) posee una enorme cabeza de escobillón (C.E. en adelante), aspecto clave que me permitió mantenerme entretenida con aquel prodigio de la naturaleza en lo que duró su curso, porque del resto poco se podía aguantar los bostezos. Nos inscribimos 30 personas. A mitad de año éramos 8 (mis saludos a los 22 sabios que decidieron oportunamente dejar de perder su tiempo). Yo me retiré, cuando quedábamos 5.  Pero lo importante: ¿ustedes creen que C.E. dio muestras de la más mínima inquietud? O -como se dice ahora que está de moda hablar con tecnicismos- ¿Qué se encendiera alguna alarma como retroalimentación de su desempeño? En absoluto. En eso, demostró tener la impermeabilidad de un corcho. Él siguió llegando –atrasado- a cada reunión y una vez en frente, se dedicaba a repetir literal dos frases –de otros escritores- intercalando la lectura en voz alta de algún texto de los asistentes. Y cada vez que le pedías que explicara algo, que te recomendara una lectura, a fin de cuentas, que te ayudara (¿no estaba para eso?), te miraba por encima del hombro, te tiraba encima lo muy ocupado que estaba, que luego lo verían y mil cosas desagradables más. En fin, la experiencia con Cabeza de Escobillón resume muy bien las otras muchas que he tenido con escritores y escritoras de nuestro país a las que he tenido acceso. Hasta ahora, mi suerte sólo me ha llevado a toparme con rockstars.

Hubo otro (Cuello de Tortuga) al que paré de cabeza, hastiada hasta la náusea de que mientras un compañero leía un texto, él se dedicara a corregir pruebas, mover papeles, pedirle cosas a la secretaria que tenía a su lado y revisar su agenda. No puedo transmitir la frustración que flotaba en el aire; las caras de mis compañeros (y la mía, seguramente), reflejaban el desconcierto, la rabia, pero también el temor de estar frente a alguien que admirábamos pero que nos ofendía tan descaradamente con su grosería. Cuando yo estaba en el colegio, una vez un profesor le pegó una cachetada a un compañero. Al golpe le siguió un silencio de tumba. Todos nos quedamos como estatuas. Y ninguno de nosotros hizo nada. Ni en el momento ni después de la clase, como si quisiéramos cuanto antes olvidar lo ocurrido, y lograr con ello que no hubiera existido. Claro, por entonces teníamos doce años y mucho susto a los mayores. Yo nunca olvidé el suceso (estoy segura que nadie lo hizo). Pero lo que más me inquietaba cuando una y otra vez venía a mi cabeza la situación, es la impotencia que sentí. Esa horrible sensación de querer gritar y tener los músculos amordazados como en una pesadilla. Con 42 años no estaba dispuesta a bancarme lo mismo, así es que respetuosa pero firme, y con mi escaso metro y medio de estatura, le pregunté a su santidad si podía guardar silencio. Si hubiera tenido superpoderes, sus ojos me habrían fulminado. Pero Cuello de Tortuga, salvo ponerse rojo como tomate, fruncir el ceño hasta formar en su frente un masa voluminosa de pellejo que casi hace desaparecer su nariz y malamente intentar controlar el temblor de su papada, no hizo nada. Por cierto, no volví. Sólo me quedó de aquellas reuniones, un buen grupo de talentosos y cariñosos amigos y la satisfacción de habernos hecho respetar.

Por contraste, les cuento un par de anécdotas de tres enormes escritores; de esos que venden por miles y que –cosa curiosa- el mercado no ha logrado corromper en su genialidad literaria, pero que además, y por si fuera poco, muestran la conducta exactamente contraria a las de vaca sagrada. Aquí va una. Hay una escritora española de esas grandes, de esas que invitan a todos lados, esas que las universidades se pelean, que ha recibido casi la totalidad de los premios que se pueden recibir y con la cual me “meileo” como si fuéramos vecinas. No la menciono porque no alcancé a preguntarle, antes de hacer esta nota, si podía hacerlo. En ese tipo de cosas soy extremadamente cautelosa. Además, creo que este “anonimato” le hace bien a nuestra incipiente amistad. Bueno, pero el punto es precisamente ese: una mujer que tiene todo para legítimamente comportarse como diva, no lo hace. Y, muy por el contrario, se da unas molestias y tiempo con humildes admiradores como yo, que son de no creerlo. Me escribe unos correos muy dulces, sin dejar de decir lo que me tiene que decir. ¿Qué raro, no? En estos tiempos en que la gran mayoría de la gente “saca cuentas” de cuánto gano y cuanto pierdo con “pescar” a alguien, es un regalo saber que hay excepciones. También hay otro Escritor (sí, así con mayúscula) que me ha escrito y hasta me ha dado las gracias por algo. ¿Se lo pueden creer? Y es chileno. Bueno, quizás no tanto, porque vive hace mil años en el extranjero. Quizás esa sea la razón de su sencillez; de saberse uno entre muchos que tienen talento y no el niñito gracioso y malcriado de un pueblo perdido.

Y termino con una joyita. Se trata de un escritor, también español, a quien no tengo el gusto de conocer (lograr conocer a un escritor que me cambió la vida en la U, me tomó 15 años. Como ven, soy perseverante –porfiada como mula, diría mi padre-, así es que no pierdo la esperanza de que algún feliz día, lo conozca). ¿Alguno de ustedes ha oído hablar de Juan José Millás? (si no, recomiendo su novela El Mundo. Me lo van a agradecer). Bueno, pues él (premio Sésamo, premio Nadal, premio Planeta, premio Nacional de Narrativa, entre otros) es un caballero de sienes plateadas (lo siento, sé que es un lugar común eso de las “sienes plateadas”, pero me encanta. Casi tanto como estas otras frases hechas: mandíbula batiente, penosa enfermedad, aullido aterrador, eximio escritor, fumador empedernido, devastador incendio). Este señor de quien hablo tiene 65 años, modales correctísimos, se viste con ropa muy sobria y para rematar el look intelectual, usa lentes.  Bueno, pues él, un señor de quien se esperaría que hablara en jerigonza y se comportara como alguien muy importante, en una entrevista y frente a todo el mundo….es capaz de olerle los pies a la periodista!!! Por favor, véanlo aquí  http://www.formulatv.com/videos/2455/juan-jose-millas-le-huele-los-pies-a-thais-villas-en-el-retiro-de-madrid/)

¿No es maravilloso? Sí, ya sé que mi concepto de “maravilloso” es bien particular, pero si por tal entendemos lo excepcional, lo que escapa a la norma, lo que refresca, entonces me entenderán. Por lo menos yo, celebro esa cuota de impredictibilidad y humor taaaan necesarios para no morir asfixiados entre tanta impostura. ¿Se imaginan a alguna de las vacas sagradas de por aquí prestándose para tal humorada? ¿No, verdad? No sé ustedes, pero en lo que a mí respecta, me encantaría que fuera posible. Sería la señal inequívoca de que estamos cambiando como país.

martes, 3 de mayo de 2011

ESTA SOY YO, TAMBIÉN.

Suelo tener un rostro más amistoso que éste, pero no me pidan peras si ando olmo. Estamos en pleno trabajo para sacar adelante nuestro libro. Javiera dibujando como desquiciada y yo con las gestiones restantes, lo que no es poco. Ello no sería problema, si no fuera que el 80% de lo que debo hacer está constituido por tareas que me resultan especialmente áridas. Ese es mi demonio. Y bueno, nada que hacer, cada cual tiene el suyo y se las tiene que ver con él. Para combatirlo, nada mejor que nombrarlo. Claro que dar con su nombre no es fácil. A mi me tomó tiempo encontrar el nombre de mi demonio. Le puse Sísifo, para recordar su infernal castigo.

En la mitología griega se cuenta que Sísifo fue condenado por la eternidad a empujar cada día una piedra enorme por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima, la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio. El mito retrata magistralmente el trabajo absurdo. Y así me pasa a veces: sentir que mi esfuerzo no tiene sentido. Entonces debo hacer acopio de mis fuerzas. Por lo pronto, descansar. He comprobado muchísimas veces que la fatiga es mala consejera. Por eso si llego a un punto de agobio, me voy a dormir.

Así decidí hacerlo hace unos días. Estaba atorada por intentar cuadrar los ingresos y egresos de nuestro presupuesto, aburrida de pasarme dos horas en una cola para hacer un vale vista y otras tantas para firmar un comodato de arriendo para el lugar del lanzamiento. A lo anterior se sumó el soberano plantón en el Servicio de Impuestos Internos para tratar de entender, entre cientos de personas que hablaban, lo que me explicaba un funcionario impaciente. Y de cerecita del postre nos bancamos con Javiera una reunión que citó la gente del Fondart para todos los que habíamos recibido financiamiento para nuestros proyectos. Enterarme dos meses después, de todos los trámites que debería haber hecho –y que no hice- porque nadie me informó oportunamente, me hizo sentir como si me hubieran apaleado. La Javi, estoica como siempre, me dijo que no me preocupara, que todo iba a salir bien. Yo apenas la escuché, concentrada como estaba en no dar el espectáculo de vomitar ahí mismo. Sí, nada que hacer. Me sentí desfallecer. Y claro, mi demonio estaba de fiesta porque en algún punto balbuceé un “¿Vale la pena todo esto?”.

Y fue esa misma perversa preguntita, la que me hizo dar un respingo. No –me dije-, mi demonio no me la va a ganar así no más. Mi cama. Mi único objetivo era mi cama-tabla-de-salvación. Así es que llegué a mi casa decidida a no pensar más en lo que me amargaba y fui a cambiarme los zapatos, que es literalmente el primer paso para aliviarme. Busqué mis pantuflas regalonas de suela 100% tolueno (la mitad de la humanidad las considerará una ordinariez, pero a mi me encantan). Descubrí entonces que a una le faltaba un pompon, el que luego encontré haciendo las veces de chicle en el hocico de mi perra que, hay que decir, masticaba feliz. Y claro, me reí. Luego mis niños (otro par de cachorros) me saltaron encima. Mi hijo me mostró la nueva llave de yudo que aprendió, de la cual sólo pude zafarme diez minutos después. Mi hija me enseñó la coreografía que aprendió en sus clases de danza y que, por supuesto, me fue imposible reproducir. Antes de acostarme, revisé mis correos y ahí estaban los bocetos de Javiera, tan lindos y divertidos. Y tan vivos, que fueron el empujoncito que necesitaba para que los malos ratos padecidos, se diluyeran y me parecieran apenas un mal sueño.

En resumen, logré sacudirme el pesado manto que me hundía y que mi demonio había puesto sobre mis hombros, mientras me susurraba a cada momento ríndete, nada vale la pena. Antes de dormirme, abrí el libro que estoy leyendo y ahí Daniel Pennac, como si me hubiera estado esperando, decía “El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupos porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. La lectura es una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra y a la que ninguna compañía distinta podría reemplazar. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino, pero teje una retícula apretada de complicidades entre la vida y él. Ínfimas y secretas complicidades que hablan de la necesidad paradójica de vivir, al tiempo que iluminan el absurdo trágico de la vida”. Sí, definitivamente no empujo una piedra, como mi diablo me quiere hacer creer. Empujo un libro. Y vale la pena hacerlo.

miércoles, 13 de abril de 2011

PSS…LES RUEGO BAJAR LA VOZ

Acaba de nacer nuestro libro, acaba de salir de su capullo. Es pálido y pequeñito, claro está, pero en su interior está contenido prácticamente todo lo que será de grande. Para julio habrá alcanzado su estatura plena y se habrán asentado sus múltiples colores. Tiene 16 alitas que mueve apenas, como probando su resistencia, como probando si serán capaces de seguir el vertiginoso vuelo de la imaginación de un niño (32 páginas que se miran, preguntándose qué colores vendrán a colorear su barriga). Yo me doy vueltas como condenada, y más que madre, parezco abuela. Me ocupo de que no le vaya a entrar frío, de que un ruido fuerte no perturbe su sueño, ese sueño en que adivinas cómo a cada aliento se vuelve un poco más grande.
Mi marido (se ve que me conoce) amenazó con llevarme al siquiátrico si me descubre haciendo una papilla de manzana cocida para el libro. Yo le digo que no se preocupe y le pongo mi mejor cara de adulta (lo que me cuesta una enormidad, por lo de la falta de costumbre), pero secretamente me pregunto cuál será el mejor alimento que puedo darle a este hijito tan deseado ¿Llenar de mimos a Javiera? ¿Qué menos podría hacer si ella le saca punta a su varita y tras un pase mágico, nada por aquí, nada por allá, zuácate que, donde había un desierto blanco, hace aparecer los animalitos que pueblan el bosque de Chin y Chun? ¿Acaso debería aplaudir y bailar como Cronopio, abrazando a todos los que se me cruzan por la calle? Luego de pensarlo mucho, y sobretodo sopesar las consecuencias que tales actos tendrían sobre mí (Javiera me despacharía con viento fresco y es altamente probable que me lleven presa por disturbios en la vía pública), me quedo con la magia del Abracadabra y me aplico a éste, el único sortilegio que sé que funciona: Abracadabra tiene su origen en el hebreo, en la expresión Aberah KeDabar, que quiere decir iré creando conforme hable…

jueves, 7 de abril de 2011

¿SERÁ UNA SEÑAL?


Alguna vez le escuché a alguien decir que el azar, es el nombre de Dios cuando no quiere firmar. No se puede negar que la aseveración es ingeniosa y sugerente. Yo no sé si existe Dios. Sólo sé que en su nombre, se han cometido las mayores atrocidades. Por eso me abstengo de adscribir a ninguno de sus supuestos representantes en la Tierra y prefiero entenderme directamente con él (en este y otros planos, siempre me ha resultado más valioso hablar con Tarzán que con los monos!). Tan cierto es eso, como que hay días aciagos, en que miro a mi alrededor y tiemblo. Y otros, donde las probabilidades de ocurrencia de ciertos hechos son tan mínimas, que los que tiemblan son los andamios de mi escepticismo.

En esas reflexiones andaba justamente cuando asistí a la conferencia de un escritor mexicano invitado por una universidad privada (ni les explico la pica que me da que la universidad donde me formé -que pese a sus enormes defectos, amo con toda mi alma- brille por su ausencia en el escenario de la vanguardia de nuestro país). He ido a varias charlas de destacados personajes en la búsqueda siempre incansable de enriquecer mi experiencia y, por ende, mi trabajo literario. Esto es especialmente importante para mí, por cuanto llego a la literatura como autodidacta y créanme que es un shock máximo cuando me he cruzado con especímenes que me han dicho ajá, abusas de la asíndeton, tu manejo de la sinécdoque narrativa no es malo aunque flaquea tu prolepsis (¡!). Para no volver a quedar con cara de idiota en semejantes situaciones, es que me instruyo como hormiguita y acudo a escuchar a los maestros, los cuales no abundan por cierto, como sí las decepciones (me he pegado unos porrazos que ni les cuento). Bueno, pero el punto es que estaba yo sentada en primerísima fila a la espera de que comenzara la ponencia. El aula estaba llena y se respiraba el nerviosismo ante la inminente llegada del expositor. Entonces se abre la puerta y para mi sorpresa…entra un perro!!!!!!

Yo solté una carcajada porque soy así de bruta. El resto de la audiencia produjo un leve murmullo, pero salvo eso, continuaron con sus caras de serios intelectuales (perdonen la redundancia) y en más de alguna ceja elevada pude leer el mensajito aquel de “la risa abunda en la boca de los tontos”.

Los que me conocen saben, y los que no mucho, se los cuento: desde que entró el perro nunca más pude concentrarme. Tengo retazos vagos de lo que hablaron el invitado y su presentador, de las preguntas del auditorio, de los comentarios de los expertos. Pero puedo hacer un relato pormenorizado de los padecimientos del can, que estaba tan aburrido como yo: se quejaba, cambiaba de posición, bostezaba, se rascaba, se lamía los genitales (momento álgido para la dueña quien con un tirón de correa suspendió los afanes perrunos), mordisqueó la pata de la mesa y logró quedarse tranquilo por diez minutos cuando se entretuvo chupando los cordones de su distraído vecino (¡pagaría por ver la cara del propietario de los zapatos cuando se dio cuenta que los tenía babeados!).

Hay religiones que consideran el pelo sagrado y sus seguidores no se lo cortan jamás, teniendo que enrollarse en la cabeza unos lulos kilométricos que envuelven en pedazos de tela del tamaño de una sábana. Hay quienes se rapan al cero y se dejan un mechoncito. Los hay que se prohíben hablar de por vida y otros que encuentran a Dios girando como ventiladores. Otros disciplinan sus cuerpos de tal manera que son capaces de hacer el amor por horas (sí, horas) y detenerse en el preciso momento de un orgasmo. Todas las religiones, más o menos, tratan como seres inferiores a los animales y una hay que los considera a todos, especialmente a los perros, como impuros. Lo que es yo, no necesito creer en Dios para que la vida –con toooodo lo que la compone- me parezca un milagro maravilloso; “Biutiful”, a fin de todas sus cuentas. Y los perros han sido para mí, una y otra vez, curiosos mensajeros. Desde que una amiga entrañable me regaló mi primera perrita (sabiéndolo o no, me regaló a una compañera incondicional) nunca más pude vivir sin un perro cerca. Y además del mío, siempre se cruzan en mi camino cuando una duda malévola quiere anidar en mi corazón, como hace un par de días que andaba medio enredada porque no he recibido las respuestas que espero para ciertas cosas que tienen que ver con nuestro libro. Que se me cruce un perro cariñoso en la calle puede ser algo bonito, aunque no pasa más allá de lo anecdótico. Pero de ahí a que un perro entre a la conferencia a la que asisto o que me escolte en ascensor en un edificio público, me deja una inquietud (aquí banda sonora de la serie Los Archivos Secretos X) que me produce risa y, sí, lo confieso, también una cosa parecida a la esperanza de que exista algo más, algo superior, que le dé al caos un sentido.

PD: quien no haya visto la película Biutiful de Alejandro González Iñárritu, se las recomiendo. Si se deciden, les sugiero ir a verla solos. Sí, aunque les parezca raro, creo que es el tipo de experiencia artística que requiere de cierta “intimidad” para ser apreciada; de cierto tiempo Kairos para ser masticada y no del tiempo de Cronos. Tampoco la presencia de otra persona ayuda, porque es inevitable que tu compañero o tú mismo caigan en el clásico ¿te gustó la película? ¿te gustó como actúa Bardem? Y de ahí derives a lo regio –o no- que se ve, a si sabias que va a ser padre con Penélope Cruz y tanta banalidad más. Y ojo que no tengo nada contra esas banalidades, es sólo que cada cosa en su momento. Y ese momentum luego de la película requiere de una amorosa protección. No me atrevo a afirmar que es una “buena” película, esa categoría se la han dado a demasiadas y diversas cosas, desdibujándose el calificativo, pero lo que sí va a ocurrir, es que seas “revuelto” como una ola que te deja medio desorientado, con el pelo en la cara y arena en ojos y orejas, y con el traje de baño en cualquier lugar. Es el tipo de películas de la que necesitas tiempo en solitario para recuperarte. Por eso creo que es una película que HAY que ver, pues soy una convencida de que esa es la labor fundamental de un artista: sacudirte. Si hay enseñanzas o moralejas, si te intentan inocular valores rosas, blancos o verdes –tan de moda últimamente- con los que adscribes o no, es harina de otro costal.