Queridos lectores,
Dado que algunos de ustedes me han reclamado por tanto silencio y como mi explicación “No tengo nada nuevo que contar del libro. Por fortuna va avanzando sin tropiezos, nada más” les ha entrado por una oreja y salido por la otra (67% de los consultantes) o ha generado respuestas del tipo “dejáte de boludeces, nena, es imposible que no tengas algo que contar” (33 por ciento, conformando el grupo de los indignados) procedo pues, a dar curso al más puro desvarío respecto de cosas que me tienen con burbujas en las neuronas y que, advierto a los lectores sensatos y normales, no tienen nada que ver con el librito que estoy haciendo con Javiera (cuyas últimas actualizaciones y adorables “monitos” pueden ver en http://www.flickr.com/photos/choicita/5812505013/in/set-72157626568761245/)
Por lo tanto y como corresponde a tan bizarro post, inicio mi comentario con el preciso y certero “a propósito de alcachofa”: Es sabido que un médico o ingeniero (cualquier profesional, a fin de cuentas) debe mantenerse actualizado, ¿cierto? Entiéndase, leer revistas especializadas, asistir a congresos y un largo etcétera de actividades que tienen que ver con reunirse con sus pares y compartir experiencias y saberes, innovaciones y descubrimientos. Pues bien, yo he tratado de hacer lo mismo. Y la verdad, a la vuelta de tanta de tanta vuelta, he debido usar fuerzas extraordinarias para no terminar convertida en una terrorista; he debido agarrarme de las mechas para no ir y ponerles una bomba, en dos de cada tres de mis excursiones. ¡Qué exagerada!, dirá más de uno. Y puede que sea cierto. Yo prefiero decir que me resulta intolerable el abuso, en cualquiera de sus formas, en cualquiera de sus disfraces.
Botones de muestra: asistí a un taller de un renombrado escritor en una renombrada universidad. El personaje además de escribir muy bien (soy una fanática de su estilo) posee una enorme cabeza de escobillón (C.E. en adelante), aspecto clave que me permitió mantenerme entretenida con aquel prodigio de la naturaleza en lo que duró su curso, porque del resto poco se podía aguantar los bostezos. Nos inscribimos 30 personas. A mitad de año éramos 8 (mis saludos a los 22 sabios que decidieron oportunamente dejar de perder su tiempo). Yo me retiré, cuando quedábamos 5. Pero lo importante: ¿ustedes creen que C.E. dio muestras de la más mínima inquietud? O -como se dice ahora que está de moda hablar con tecnicismos- ¿Qué se encendiera alguna alarma como retroalimentación de su desempeño? En absoluto. En eso, demostró tener la impermeabilidad de un corcho. Él siguió llegando –atrasado- a cada reunión y una vez en frente, se dedicaba a repetir literal dos frases –de otros escritores- intercalando la lectura en voz alta de algún texto de los asistentes. Y cada vez que le pedías que explicara algo, que te recomendara una lectura, a fin de cuentas, que te ayudara (¿no estaba para eso?), te miraba por encima del hombro, te tiraba encima lo muy ocupado que estaba, que luego lo verían y mil cosas desagradables más. En fin, la experiencia con Cabeza de Escobillón resume muy bien las otras muchas que he tenido con escritores y escritoras de nuestro país a las que he tenido acceso. Hasta ahora, mi suerte sólo me ha llevado a toparme con rockstars.
Hubo otro (Cuello de Tortuga) al que paré de cabeza, hastiada hasta la náusea de que mientras un compañero leía un texto, él se dedicara a corregir pruebas, mover papeles, pedirle cosas a la secretaria que tenía a su lado y revisar su agenda. No puedo transmitir la frustración que flotaba en el aire; las caras de mis compañeros (y la mía, seguramente), reflejaban el desconcierto, la rabia, pero también el temor de estar frente a alguien que admirábamos pero que nos ofendía tan descaradamente con su grosería. Cuando yo estaba en el colegio, una vez un profesor le pegó una cachetada a un compañero. Al golpe le siguió un silencio de tumba. Todos nos quedamos como estatuas. Y ninguno de nosotros hizo nada. Ni en el momento ni después de la clase, como si quisiéramos cuanto antes olvidar lo ocurrido, y lograr con ello que no hubiera existido. Claro, por entonces teníamos doce años y mucho susto a los mayores. Yo nunca olvidé el suceso (estoy segura que nadie lo hizo). Pero lo que más me inquietaba cuando una y otra vez venía a mi cabeza la situación, es la impotencia que sentí. Esa horrible sensación de querer gritar y tener los músculos amordazados como en una pesadilla. Con 42 años no estaba dispuesta a bancarme lo mismo, así es que respetuosa pero firme, y con mi escaso metro y medio de estatura, le pregunté a su santidad si podía guardar silencio. Si hubiera tenido superpoderes, sus ojos me habrían fulminado. Pero Cuello de Tortuga, salvo ponerse rojo como tomate, fruncir el ceño hasta formar en su frente un masa voluminosa de pellejo que casi hace desaparecer su nariz y malamente intentar controlar el temblor de su papada, no hizo nada. Por cierto, no volví. Sólo me quedó de aquellas reuniones, un buen grupo de talentosos y cariñosos amigos y la satisfacción de habernos hecho respetar.
Por contraste, les cuento un par de anécdotas de tres enormes escritores; de esos que venden por miles y que –cosa curiosa- el mercado no ha logrado corromper en su genialidad literaria, pero que además, y por si fuera poco, muestran la conducta exactamente contraria a las de vaca sagrada. Aquí va una. Hay una escritora española de esas grandes, de esas que invitan a todos lados, esas que las universidades se pelean, que ha recibido casi la totalidad de los premios que se pueden recibir y con la cual me “meileo” como si fuéramos vecinas. No la menciono porque no alcancé a preguntarle, antes de hacer esta nota, si podía hacerlo. En ese tipo de cosas soy extremadamente cautelosa. Además, creo que este “anonimato” le hace bien a nuestra incipiente amistad. Bueno, pero el punto es precisamente ese: una mujer que tiene todo para legítimamente comportarse como diva, no lo hace. Y, muy por el contrario, se da unas molestias y tiempo con humildes admiradores como yo, que son de no creerlo. Me escribe unos correos muy dulces, sin dejar de decir lo que me tiene que decir. ¿Qué raro, no? En estos tiempos en que la gran mayoría de la gente “saca cuentas” de cuánto gano y cuanto pierdo con “pescar” a alguien, es un regalo saber que hay excepciones. También hay otro Escritor (sí, así con mayúscula) que me ha escrito y hasta me ha dado las gracias por algo. ¿Se lo pueden creer? Y es chileno. Bueno, quizás no tanto, porque vive hace mil años en el extranjero. Quizás esa sea la razón de su sencillez; de saberse uno entre muchos que tienen talento y no el niñito gracioso y malcriado de un pueblo perdido.
Y termino con una joyita. Se trata de un escritor, también español, a quien no tengo el gusto de conocer (lograr conocer a un escritor que me cambió la vida en la U , me tomó 15 años. Como ven, soy perseverante –porfiada como mula, diría mi padre-, así es que no pierdo la esperanza de que algún feliz día, lo conozca). ¿Alguno de ustedes ha oído hablar de Juan José Millás? (si no, recomiendo su novela El Mundo. Me lo van a agradecer). Bueno, pues él (premio Sésamo, premio Nadal, premio Planeta, premio Nacional de Narrativa, entre otros) es un caballero de sienes plateadas (lo siento, sé que es un lugar común eso de las “sienes plateadas”, pero me encanta. Casi tanto como estas otras frases hechas: mandíbula batiente, penosa enfermedad, aullido aterrador, eximio escritor, fumador empedernido, devastador incendio). Este señor de quien hablo tiene 65 años, modales correctísimos, se viste con ropa muy sobria y para rematar el look intelectual, usa lentes. Bueno, pues él, un señor de quien se esperaría que hablara en jerigonza y se comportara como alguien muy importante, en una entrevista y frente a todo el mundo….es capaz de olerle los pies a la periodista!!! Por favor, véanlo aquí http://www.formulatv.com/videos/2455/juan-jose-millas-le-huele-los-pies-a-thais-villas-en-el-retiro-de-madrid/)
¿No es maravilloso? Sí, ya sé que mi concepto de “maravilloso” es bien particular, pero si por tal entendemos lo excepcional, lo que escapa a la norma, lo que refresca, entonces me entenderán. Por lo menos yo, celebro esa cuota de impredictibilidad y humor taaaan necesarios para no morir asfixiados entre tanta impostura. ¿Se imaginan a alguna de las vacas sagradas de por aquí prestándose para tal humorada? ¿No, verdad? No sé ustedes, pero en lo que a mí respecta, me encantaría que fuera posible. Sería la señal inequívoca de que estamos cambiando como país.
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