miércoles, 13 de abril de 2011

PSS…LES RUEGO BAJAR LA VOZ

Acaba de nacer nuestro libro, acaba de salir de su capullo. Es pálido y pequeñito, claro está, pero en su interior está contenido prácticamente todo lo que será de grande. Para julio habrá alcanzado su estatura plena y se habrán asentado sus múltiples colores. Tiene 16 alitas que mueve apenas, como probando su resistencia, como probando si serán capaces de seguir el vertiginoso vuelo de la imaginación de un niño (32 páginas que se miran, preguntándose qué colores vendrán a colorear su barriga). Yo me doy vueltas como condenada, y más que madre, parezco abuela. Me ocupo de que no le vaya a entrar frío, de que un ruido fuerte no perturbe su sueño, ese sueño en que adivinas cómo a cada aliento se vuelve un poco más grande.
Mi marido (se ve que me conoce) amenazó con llevarme al siquiátrico si me descubre haciendo una papilla de manzana cocida para el libro. Yo le digo que no se preocupe y le pongo mi mejor cara de adulta (lo que me cuesta una enormidad, por lo de la falta de costumbre), pero secretamente me pregunto cuál será el mejor alimento que puedo darle a este hijito tan deseado ¿Llenar de mimos a Javiera? ¿Qué menos podría hacer si ella le saca punta a su varita y tras un pase mágico, nada por aquí, nada por allá, zuácate que, donde había un desierto blanco, hace aparecer los animalitos que pueblan el bosque de Chin y Chun? ¿Acaso debería aplaudir y bailar como Cronopio, abrazando a todos los que se me cruzan por la calle? Luego de pensarlo mucho, y sobretodo sopesar las consecuencias que tales actos tendrían sobre mí (Javiera me despacharía con viento fresco y es altamente probable que me lleven presa por disturbios en la vía pública), me quedo con la magia del Abracadabra y me aplico a éste, el único sortilegio que sé que funciona: Abracadabra tiene su origen en el hebreo, en la expresión Aberah KeDabar, que quiere decir iré creando conforme hable…

jueves, 7 de abril de 2011

¿SERÁ UNA SEÑAL?


Alguna vez le escuché a alguien decir que el azar, es el nombre de Dios cuando no quiere firmar. No se puede negar que la aseveración es ingeniosa y sugerente. Yo no sé si existe Dios. Sólo sé que en su nombre, se han cometido las mayores atrocidades. Por eso me abstengo de adscribir a ninguno de sus supuestos representantes en la Tierra y prefiero entenderme directamente con él (en este y otros planos, siempre me ha resultado más valioso hablar con Tarzán que con los monos!). Tan cierto es eso, como que hay días aciagos, en que miro a mi alrededor y tiemblo. Y otros, donde las probabilidades de ocurrencia de ciertos hechos son tan mínimas, que los que tiemblan son los andamios de mi escepticismo.

En esas reflexiones andaba justamente cuando asistí a la conferencia de un escritor mexicano invitado por una universidad privada (ni les explico la pica que me da que la universidad donde me formé -que pese a sus enormes defectos, amo con toda mi alma- brille por su ausencia en el escenario de la vanguardia de nuestro país). He ido a varias charlas de destacados personajes en la búsqueda siempre incansable de enriquecer mi experiencia y, por ende, mi trabajo literario. Esto es especialmente importante para mí, por cuanto llego a la literatura como autodidacta y créanme que es un shock máximo cuando me he cruzado con especímenes que me han dicho ajá, abusas de la asíndeton, tu manejo de la sinécdoque narrativa no es malo aunque flaquea tu prolepsis (¡!). Para no volver a quedar con cara de idiota en semejantes situaciones, es que me instruyo como hormiguita y acudo a escuchar a los maestros, los cuales no abundan por cierto, como sí las decepciones (me he pegado unos porrazos que ni les cuento). Bueno, pero el punto es que estaba yo sentada en primerísima fila a la espera de que comenzara la ponencia. El aula estaba llena y se respiraba el nerviosismo ante la inminente llegada del expositor. Entonces se abre la puerta y para mi sorpresa…entra un perro!!!!!!

Yo solté una carcajada porque soy así de bruta. El resto de la audiencia produjo un leve murmullo, pero salvo eso, continuaron con sus caras de serios intelectuales (perdonen la redundancia) y en más de alguna ceja elevada pude leer el mensajito aquel de “la risa abunda en la boca de los tontos”.

Los que me conocen saben, y los que no mucho, se los cuento: desde que entró el perro nunca más pude concentrarme. Tengo retazos vagos de lo que hablaron el invitado y su presentador, de las preguntas del auditorio, de los comentarios de los expertos. Pero puedo hacer un relato pormenorizado de los padecimientos del can, que estaba tan aburrido como yo: se quejaba, cambiaba de posición, bostezaba, se rascaba, se lamía los genitales (momento álgido para la dueña quien con un tirón de correa suspendió los afanes perrunos), mordisqueó la pata de la mesa y logró quedarse tranquilo por diez minutos cuando se entretuvo chupando los cordones de su distraído vecino (¡pagaría por ver la cara del propietario de los zapatos cuando se dio cuenta que los tenía babeados!).

Hay religiones que consideran el pelo sagrado y sus seguidores no se lo cortan jamás, teniendo que enrollarse en la cabeza unos lulos kilométricos que envuelven en pedazos de tela del tamaño de una sábana. Hay quienes se rapan al cero y se dejan un mechoncito. Los hay que se prohíben hablar de por vida y otros que encuentran a Dios girando como ventiladores. Otros disciplinan sus cuerpos de tal manera que son capaces de hacer el amor por horas (sí, horas) y detenerse en el preciso momento de un orgasmo. Todas las religiones, más o menos, tratan como seres inferiores a los animales y una hay que los considera a todos, especialmente a los perros, como impuros. Lo que es yo, no necesito creer en Dios para que la vida –con toooodo lo que la compone- me parezca un milagro maravilloso; “Biutiful”, a fin de todas sus cuentas. Y los perros han sido para mí, una y otra vez, curiosos mensajeros. Desde que una amiga entrañable me regaló mi primera perrita (sabiéndolo o no, me regaló a una compañera incondicional) nunca más pude vivir sin un perro cerca. Y además del mío, siempre se cruzan en mi camino cuando una duda malévola quiere anidar en mi corazón, como hace un par de días que andaba medio enredada porque no he recibido las respuestas que espero para ciertas cosas que tienen que ver con nuestro libro. Que se me cruce un perro cariñoso en la calle puede ser algo bonito, aunque no pasa más allá de lo anecdótico. Pero de ahí a que un perro entre a la conferencia a la que asisto o que me escolte en ascensor en un edificio público, me deja una inquietud (aquí banda sonora de la serie Los Archivos Secretos X) que me produce risa y, sí, lo confieso, también una cosa parecida a la esperanza de que exista algo más, algo superior, que le dé al caos un sentido.

PD: quien no haya visto la película Biutiful de Alejandro González Iñárritu, se las recomiendo. Si se deciden, les sugiero ir a verla solos. Sí, aunque les parezca raro, creo que es el tipo de experiencia artística que requiere de cierta “intimidad” para ser apreciada; de cierto tiempo Kairos para ser masticada y no del tiempo de Cronos. Tampoco la presencia de otra persona ayuda, porque es inevitable que tu compañero o tú mismo caigan en el clásico ¿te gustó la película? ¿te gustó como actúa Bardem? Y de ahí derives a lo regio –o no- que se ve, a si sabias que va a ser padre con Penélope Cruz y tanta banalidad más. Y ojo que no tengo nada contra esas banalidades, es sólo que cada cosa en su momento. Y ese momentum luego de la película requiere de una amorosa protección. No me atrevo a afirmar que es una “buena” película, esa categoría se la han dado a demasiadas y diversas cosas, desdibujándose el calificativo, pero lo que sí va a ocurrir, es que seas “revuelto” como una ola que te deja medio desorientado, con el pelo en la cara y arena en ojos y orejas, y con el traje de baño en cualquier lugar. Es el tipo de películas de la que necesitas tiempo en solitario para recuperarte. Por eso creo que es una película que HAY que ver, pues soy una convencida de que esa es la labor fundamental de un artista: sacudirte. Si hay enseñanzas o moralejas, si te intentan inocular valores rosas, blancos o verdes –tan de moda últimamente- con los que adscribes o no, es harina de otro costal.