Acaba de nacer nuestro libro, acaba de salir de su capullo. Es pálido y pequeñito, claro está, pero en su interior está contenido prácticamente todo lo que será de grande. Para julio habrá alcanzado su estatura plena y se habrán asentado sus múltiples colores. Tiene 16 alitas que mueve apenas, como probando su resistencia, como probando si serán capaces de seguir el vertiginoso vuelo de la imaginación de un niño (32 páginas que se miran, preguntándose qué colores vendrán a colorear su barriga). Yo me doy vueltas como condenada, y más que madre, parezco abuela. Me ocupo de que no le vaya a entrar frío, de que un ruido fuerte no perturbe su sueño, ese sueño en que adivinas cómo a cada aliento se vuelve un poco más grande.
Mi marido (se ve que me conoce) amenazó con llevarme al siquiátrico si me descubre haciendo una papilla de manzana cocida para el libro. Yo le digo que no se preocupe y le pongo mi mejor cara de adulta (lo que me cuesta una enormidad, por lo de la falta de costumbre), pero secretamente me pregunto cuál será el mejor alimento que puedo darle a este hijito tan deseado ¿Llenar de mimos a Javiera? ¿Qué menos podría hacer si ella le saca punta a su varita y tras un pase mágico, nada por aquí, nada por allá, zuácate que, donde había un desierto blanco, hace aparecer los animalitos que pueblan el bosque de Chin y Chun? ¿Acaso debería aplaudir y bailar como Cronopio, abrazando a todos los que se me cruzan por la calle? Luego de pensarlo mucho, y sobretodo sopesar las consecuencias que tales actos tendrían sobre mí (Javiera me despacharía con viento fresco y es altamente probable que me lleven presa por disturbios en la vía pública), me quedo con la magia del Abracadabra y me aplico a éste, el único sortilegio que sé que funciona: Abracadabra tiene su origen en el hebreo, en la expresión Aberah KeDabar, que quiere decir iré creando conforme hable…
gracias por la magia...
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