El otro día fui a entregar los papeles para concretar –y recibir- los recursos del Fondo del Libro que nos ganamos para hacer el libro infantil “Chin y Chun y El Señor No”.
Como normalmente las cosas me salen al revés, suelo tomar medidas especiales cuando se trata de cosas importantes como esta. Así es que, además de revisar 15 veces todo, cerciorándome de que cada papelito estuviera en orden, le prendí velas a cuanta virgen o santo se me cruzó, me encomendé a buda y a la pulsera de los 7 poderes de Omarcito y tomé tres litros de Agüita del Carmen. Pero aún así, me tiritaban las piernas. Y no es para menos: debía contar con antenas parabólicas para revisar –y firmar- un documento ladrillo que dice cosas espantosas como “mediante la presente resolución el suscrito, bla, bla”. Sé que esto es un mero trámite para cualquier cristiano y por lo mismo, una odisea para mí. Por ello, no satisfecha con las precauciones tomadas, recurrí a mis talismanes más poderosos: mis hijos.
En su compañía, no hay problema que no pueda echarme al hombro ni situación de la cual no reírme. Sin mediar esfuerzo, con ellos se multiplica mi creatividad y la agilidad que necesito para responder a la adversidad. Así es que armada como samurai, llegué con mis ángeles guardianes al edificio de Camilo Henriquez # 262. Al llegar, y apenas cruzamos la reja, nos salió a recibir un quiltro pequeño que se abalanzó -a todo lo que daban sus patitas- sobre mis niños. Después de responder a tan cálido saludo (y lengüetearse mutuamente con mi hijo menor), subimos al cuarto piso, a las oficinas donde tenía concertada mi cita. Y mientras esperábamos –yo histérica y mis hijos recordándome lo divertido que es saltar en los sillones- se abrió el ascensor y luego de tres personas, aparece nada menos que el perrito y se va hacia dónde estábamos como si nos hubiera estado buscando!
Mis hijos estaban muertos de la risa, como si fuera lo más normal del mundo que un perro se pasee por un edificio de oficinas, desplazándose de piso en piso en ascensor. Tímidamente –y mientras se lo señalaba- le comenté a un funcionario que pasaba por ahi, que acababa de subir por error un perro al edificio. Él se giró y sonrió ¡pero si es la Luna ! dijo, como si fuera una vieja amiga. Luego de lo cual acarició a la perrita la que se echó de espaldas para que le rascara la panza. Resulta pues, que la perrita Luna vive ahí y durante el día deambula por su enorme “casa”, acompañando en sus labores a los funcionarios y saliendo a recibir a los despistados como yo. ¿Qué tal? Y luego me dicen que soy yo la de la fantasía.