domingo, 6 de marzo de 2011

INCONDICIONALES

Hay compañeros inseparables, frente a los cuales preferimos dejar botada a la suegra, que desprendernos de ellos. Hablo de esos fieles viajeros que han escoltado nuestro devenir desde siempre, y tanto, tanto, que llegan a formar parte de nosotros. Por ejemplo, yo tengo una chaqueta de cuero que ha llegado a ser como una segunda piel para mí. Es flexible como la mejor tela de algodón (me la puedo anudar al cuello o la cintura). Además, me entrega la tibieza justa para la noche o el invierno: de algún modo misterioso me protege del frío sin asfixiarme, como si tuviera un termostato que regulara solito el calor que necesito. Por si fuera poco, en sus bolsillos cabe casi todo, cualidad invaluable para quienes recolectamos las cosas más impensables en nuestros recorridos por la ciudad. Con esa chaqueta he llorado las lágrimas más amargas y me he reído hasta explotar. Cada una de sus manchas, es un mapa de mis andanzas.

Cuando recién conocí a la Javi y comenzamos a trabajar; cuando hacer un libro juntas era apenas un lindo sueño por el que ambas suspirábamos; cuando bebíamos toneladas de café (yo) y agüitas de hierba (ella), mientras fumábamos como descerebradas (ambas) tratando de cuadrar el círculo de sus dibujos y mis cuentos; cuando nos sentábamos al sol a espantar la humedad de los miedos, cuando ella creía todo el tiempo y yo dudaba tenazmente, por ese entonces digo, en algún momento pretendí estimar el costo de cada hora de trabajo, considerando media jornada laboral y sumándole al total obtenido, el transporte, la colación y los materiales que necesitaríamos. Frente a las extravagantes sumas que yo iba mencionando en voz alta, la Javi –cuando por fin logró controlar su ataque de risa- fue hasta el impecable escritorio donde trabaja y me trajo su calculadora.

Entonces fui yo quien sonrió. “El palito atravesado es porque se ha ido soltando con el tiempo y si no lo coloco no se ven los números, pero calcula perfecto”-dijo la Javi, hablando de su calculadora y revelándome más rincones de sí misma, que todas las conversaciones que hasta entonces habíamos tenido. Yo casi me pongo a llorar de emoción. Ver la pequeña calculadora, sobreviviente de tiempos remotos; esa incansable compañera que ha auxiliado a Javiera desde cuando le volaban las mechas colorinas anudadas en dos chapes y luego tomarla en mi mano y descubrir que pese a los porrazos vitales, sigue en pie (digna, serena y humilde), fue la señal que necesitaba para espantar cualquier duda: pese a nuestras diferencias, ni Javiera ni yo tiramos a la basura lo que todavía sirve, aunque no sea moderno ni esté a la moda. Confieso que dediqué el resto de la tarde a celebrar el hallazgo. ¿Cómo no iba a celebrar? Acababa de descubrir que ninguna de las dos le pide a las cosas que sean perfectas, pues por distintos caminos hemos llegado a la misma conclusión, que tan bien resume la filosofía Wabi Sabi: “Hay una hendidura en todas las cosas. Así es como entra la luz…”.

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